Inicio / Cultura / Del alcornoque a la botella: así es la vida (y la cultura) del corcho
Por Esmeralda Torres
09 January 2020
“En La Vera, el del pimentón; en el Jerte, el de la cereza. ¿Dónde iba a estar el del corcho?”. No se barajaba otra posibilidad para ubicar el Museo de Identidad del Corcho más allá de San Vicente de Alcántara, y es que este municipio rayano se caracteriza por la producción y -especialmente- manufacturación de este material: la industria corchera llegó hace casi dos siglos a este municipio para hacer del corcho un elemento clave en su vida y cultura.
Los griegos y romanos ya emplearon el corcho para tapar sus ánforas, “e incluso, en la Edad Media, en Alemania, se elaboraron ataúdes con este material por ser un buen conservador”, anota Laura Brixedo, directora del Museo de Identidad del Corcho, un centro que abrió sus puertas en 2008 con el fin de divulgar la cultura que late alrededor de la producción y tratamiento del mismo. “Se encuentra aquí porque es la base económica del pueblo desde mediados del siglo XIX. En la actualidad son muchos los sanvicenteños que trabajan en el corcho y las 35 fábricas que hay dadas de alta en nuestro término, y ello influye en nuestra cultura”, continúa. Ella misma explica cómo en el siglo XVII, un monje llamado Pierre Perignon estudió su uso para taponar una botella de cristal que almacenaba un vino espumoso que él mismo había ideado en una región del sur de Francia, Champagne. “Probó a taparla con madera, con trapo y con otros elementos pero siempre se le estropeaba hasta que probó a hacerlo con corcho, que ya por su zona estaba siendo estudiado”, añade. “Así empezó la industria del corcho para tapar el vino”.
Brixedo analiza cómo esta tradición se extrapoló a Cataluña - “a Girona, la cuna de la industria” - y de ahí al resto de la Península Ibérica. También, cómo los catalanes se dieron cuenta de que en el triángulo Andalucía, Extremadura y Portugal “estaba el mejor corcho” y cómo el inglés John Robinson decidió abrir una nueva fábrica en San Vicente de Alcántara que dio trabajo a cientos de empleados. Fue en 1858 y solo tres décadas después, con la llegada del ferrocarril, este sector vivió una explosión económica. “Robinson fue la semilla de la industria del corcho en San Vicente: a raíz de esta fábrica la gente se empezó a animar y a emprender con sus propios boliches, que eran negocios familiares de producción corchera”, comenta la directora mientras pasea por unas galerías que calcan sus explicaciones a través de paneles informativos, pantallas y elementos complementarios.
Un oficio tradicional
Nada más entrar a este Museo de Identidad, ubicado en la Avenida Juan Carlos I, emergen herramientas relacionadas con la producción del corcho. “Ésta, por ejemplo, es el hacha corchera, que a diferencia de la de madera, tiene dos picos llamados gavilanes que permiten la extracción. O el pie de línea, que es la herramienta que mide el grosor”, detalla la mujer mientras se adentra por un pasillo que conduce frente a un cartel en el que se publican algunas palabras del argot corchero, “como la suberina, que es una sustancia que posee el corcho y que le otorga elasticidad e impermeabilidad”.
La primera parada de este centro de interpretación está dedicada al alcornoque y la dehesa. “El alcornoque, de manera científica, se llama quercus suber: quercus es su familia, el género al que pertenece y en el que se encuadra también la encina, el roble y otros árboles que producen bellotas, mientras que suber se traduce como corcho y deriva en el término suberina, el componente que le da elasticidad e impermeabilidad”, detalla Brixedo. Durante la visita se aprende que puede llegar a vivir unos 300 años y que produce una bellota más amarga que la del encina que suele utilizarse para alimentar el ganado. Y que “su característica más importante es la peculiaridad de su corteza, que se puede extraer como corcho sin que se muera y que ésta vuelva a regenerarse”. También, que necesitan del clima mediterráneo para sobrevivir, de ahí que únicamente se localicen alcornocales al norte de África, en Córcega, Cerdeña, Sicilia e Italia y en el suroeste de la Península Ibérica.
“Aquí tenemos una rebanada del alcornoque para explicar a nuestros visitantes las diferentes partes de la corteza”, apunta mientras cuenta que un alcornoque tiene que contar con alrededor de medio siglo para ofrecer un corcho de calidad. “El bordizo es el corcho original, el primero que da el alcornoque, se saca a los 20 años aproximadamente y solo vale para triturarlo. A los nueve años se saca el corcho segundero, que tampoco tiene calidad suficiente para elaborar tapones”, asegura. “Es cuando el alcornoque tiene unos 50 años cuando da para piezas destinadas a un vino tinto de reserva, y cuando realmente es rentable”.
En el elemento que apoya su explicación, un panel de corcho recrecido, la directora identifica unas 25 líneas de crecimiento. “Eso es porque tiene unos 25 años; si hubiésemos contado nueve, tendría nueve años. Solo a los nueve estaría listo para soportar una nueva saca”. Se refiere al proceso de extracción del corcho, un procedimiento que consiste en cortar la capa más externa del tronco del alcornoque y que en Extremadura se repite cada nueve años. “Es importante que durante este proceso no se altere la capa madre porque si se toca, se muere. De ahí que solo personal cualificado pueda hacerlo”, prosigue mientras redirige el paseo hasta un rincón dedicado a este oficio. “Se saca en verano porque es cuando más fácil resulta separarlo del tronco. A pesar de que existen máquinas para hacerlo, aquí se prefiere emplear el hacha corchera porque están acostumbrados a hacerlo de forma manual. Hacen cortes horizontales y verticales y lo van separando con el cabo y la palanca o burla, que es el palo más grande y que más se utiliza en las partes más altas del árbol”. En sus palabras transmite la tradición que custodia este oficio, que aún hoy se enseña a nuevas generaciones. “Normalmente los sacadores trabajan en parejas: pelan el alcornoque y dejan el corcho en el suelo para que los apuntadores y acarreadores lo recojan y transporten hasta la fábrica, o hasta la nave en la que se almacenará hasta que alguien vaya a comprarlo”.
Cultura corchera
La directora continúa su explicación hablando del proceso que sufren los fardos una vez que llegan a la fábrica. “Lo primero que se hace es dejarlo secar para cocerlo en una caldera, a unos 100 grados, durante 90 minutos aproximadamente. Así pierde impurezas y gana grosor y elasticidad”, especifica. El segundo paso consiste en pasarle una cuchilla recortadora para posteriormente clasificarlo según su calidad de primer a séptimo grado: “cuantos menos poros mayor calidad, de ahí que la primera clase tenga muy pocos y las líneas de crecimiento sean iguales entre sí”.
Con el corcho sobrante, “el bornizo, el segundero y los trozos pequeños de la saca que no alcanzan 20x20 centímetros, se tritura para hacer el aglomerado”. Para ello se tritura y se pega con una cola especial para hacer barras de las que saldrán tapones de menor calidad. “Éstos se utilizan para el cava, el champán o el vino que va a estar poco tiempo en la botella porque, aún así, sigue siendo mejor opción que el plástico”.
En las galerías del Museo de Identidad del Corcho hay cabida para ver una lámina a microscopio y apreciar sus células alargadas y huecas, aprender que es la suberina la sustancia que hace que un vino no se oxide al taparlo con un corcho fabricado en base a este elemento, y otras curiosidades científicas. Pero también para mostrar cómo este sector ha definido la cultura sanvicenteña. “Nuestras fiestas populares giran alrededor del corcho. La noche del 21 de enero, víspera de nuestro patrón, celebramos ‘los mascarrones’ y nos tiznamos con corcho quemado unos a otros. Y el día del Corpus Christi, elaboramos alfombras en la calle con serrín de madera teñido, sal y verutas de corcho”, recuerda la mujer al mismo tiempo que hace hincapié en cómo este material está presente en el día a día de cada casa. “Nuestros abuelos y tatarabuelos utilizaban el corcho para elaborar las artesas que empleaban en las matanzas, fiambreras y hasta castillejos, una especie de trona para los bebés”. Una artesanía que aún sobrevive en esta localidad pacense, que utiliza este material para confeccionar todo tipo de elementos personales que conmemoren por qué el corcho fue, es y será protagonista de la vida sanvicenteña.